El gran Julián Mantle se retorcía como un niño indefenso postrado en el suelo, temblando, tiritando y sudando como un maníaco. «¡Dios mío –gritó su ayudante, brindándonos con su emoción un cegador vis-lumbre de lo obvio–, Julián está en apuros!» La jueza, presa del pánico, musitó alguna cosa en el teléfono privado que había hecho instalar por si surgía alguna emergencia. A su lado estaba la ayudante del abogado (sus largos rizos ro-zaban la cara amoratada de Julián), ofreciéndole suaves palabras de ánimo, palabras que él sin duda no podía oír. Yo había conocido a Julián Mantle hacía diecisiete años, cuando uno de sus socios me contrató como interino durante el verano siendo yo estudiante de derecho. Por aquel entonces Julián lo tenía todo. Julián era la joven estrella del bufete, el gran hechicero.
La frase pertenecía a Winston Churchill y evidenciaba qué clase de hombre era Julián: «Estoy convencido de que en este día somos dueños de nuestro destino, que la tarea que se nos ha impuesto no es superior a nuestras fuer-zas. Mientras tengamos fe en nuestra causa y una indeclinable voluntad de vencer, la victoria estará a nuestro alcance.» Julián, fiel a su lema, era un hombre duro, dinámico y siempre dispuesto a trabajar dieciocho horas diarias para alcanzar el éxito que, es-taba convencido, era El extravagante histrionismo de Julián en los tribunales solía ser noticia de primera página su destino. Pero he de admitir una cosa: Julián corrí Aunque me había licenciado en la facultad de derecho de Harvard, su alma máter, yo no era ni de lejos el mejor interino del bufete y en mi árbol genealógico no había el menor rastro de sangre azula su propia carrera. Julián dijo que le gustaba mi «avidez». Ganamos el caso, por supuesto, y el ejecutivo que había sido acusado de matar brutalmente a su mujer es-taba ahora en libertad (dentro de lo que le permitía su desordenada 5 conciencia, claro está). Fue mucho más que una clase sobre cómo plantear una duda razonable allí donde no la había.
Por invitación de Julián, me quedé en el bufete en calidad de asociado y pronto iniciamos una amistad duradera. Julián no podía equivocarse nunca. Sin embargo, bajo aquella irritable envoltura había una persona que se preocupaba de verdad por los demás. Al saber por otro interino que yo estaba pasando apuros económicos, Julián se ocupó de que me concedieran una generosa beca de estudios.
El verdadero problema era que Julián estaba obsesionado con su trabajo. Los casos eran cada vez mayores y mejores, y Julián, que era de los que nunca se amilanan, continuó forzando la máquina. Pronto me di cuenta de que a Julián le consumía la ambición: necesitaba más prestigio, más gloria, más dinero.
Siempre había otro caso espectacular en perspectiva. Para Julián los preparativos nunca eran suficientes. Cuanto más tiempo pasaba con Julián, más me daba cuenta de que se estaba hundiendo progresivamente. Al final su matrimonio fracasó, ya no hablaba con su padre y, aunque lo tenía todo, aún no había encontrado lo que estaba buscando. A sus cincuenta y tres años, Juliá Había perdido el sentido del humor y ya no parecía reírse nunca. Su carácter antaño entusiasta se había vuelto mortalmente taciturno. Creo que su vida había perdido el rumbo. Lo más triste, quizá, fue que Julián había perdido también su pericia profesional tenía aspecto de septuagenario.
Apenas pasaba un día sin que Julián me dijese que ya no se apasionaba por su trabajo, que se sentía rodeado de vacuidad. Decía que de joven había disfrutado con su trabajo, pese a que se había visto abocado a ello por los intereses de su familia. La capacidad de la justicia para influir en los cambios sociales le había motivado e inspirado.
. En la caída de Julián había algo más que una conexión oxidada con su modus vivendi. Antes de que yo empezara a trabajar en el bufete, él había sufrido una gran tragedia. Algo realmente monstruoso le había sucedido, según decía uno de sus socios, pero no conseguí que nadie me lo contara. Incluso el viejo Harding, célebre por su locuacidad, que pasaba más tiempo en el bar del RitzCarlton que en su amplio despacho, dijo que había jurado guardar el secreto. Fuera éste cual fuese, yo tenía la sospecha de que, en cierto modo, estaba contribuyendo al declive de Julián. Julián no sólo era mi mentor, sino mi amigo. Y entonces ocurrió: el ataque cardíaco devolvió a la tierra al divino Julián Mantle y lo asoció de nuevo a su calidad de mortal. Justo en medio de la sala número siete, un lunes por la mañana, la misma sala de tribunal donde él había ganado el «no va más de los procesos por asesinato».
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